-Dentro de una hora tenéis que estar allí, debajo del reloj -nos dijeron cuando acabamos de facturar las maletas y vieron mi silla de ruedas.
Fuimos a desayunar; eran las nueve de la mañana de un largo día de
verano. La alegría que me embarga cada vez que deambulamos por los pasillos y cafetería antes de coger un avión es tanta, que es un imposible describir.
Aquel año las vacaciones serían más especiales que nunca, rodeados de amigos, en Tenerife.
La noche anterior no había podido dormir nada. Miraba a la pista mientras mordisqueaba una caña rellena de crema. Le contaba a Juan que el poeta francés André Breton había calificado a Tenerife de isla surrealista, por su diversidad de clima, el contraste de paisaje... Isla surrealista, sonaba bien. Acabamos un segundo café y nos dirigimos al lugar donde nos recogerían para embarcar, debajo del reloj.
El aeropuerto de Barajas durante el verano se queda pequeño, pero yo no veía a nadie, a nadie al menos que viniera a buscarnos. Hacía diez minutos que se había cumplido la hora, tal vez nos hubiéramos equivocado y tuviéramos que esperar en otro sitio. Juan fue al mostrador a preguntar, en ese momento vi a un señor vestido con un mono blanco que se acercaba mirando la hora.
Cuando estuvo a mi lado, me preguntó:
-¿ Es usted la que va a Tenerife Norte?
Asentí.
-Me enseña los billetes, por favor.
Cuando los hubo mirado empezó a guiar mi silla.
-Falta mi marido, espere un momento...
-No tenemos tiempo...
-¡ Y a mí qué! ¡ Juan! ¡ Juan! ¡ Qué nos vamos!
Cuando Juan nos alcanzó el hombre del mono blanco empezó a contarle lo mal que iba de tiempo esa mañana. Casi corríamos los tres, yo sobre ruedas pero contagiada del temprano estrés de aquel empleado del aeropuerto.
Avanzamos por largos pasillos, tomamos un ascensor panorámico, otro normal y salimos a la pista. Montamos en una furgoneta adaptada y nos condujeron a pie del avión. Mientras dos azafatas miraban los billetes, los compañeros del hombre de mono blanco sacaron la silla con la que me suben las escaleras -muy estrecha y con el respaldo altísimo-. La mía la metieron con el equipaje al mismo tiempo que me preguntaba dónde coño montaran a las personas que van en silla y están gordas. –Sillas tan ridículamente estrechas para que quepan por los liliputienses pasillos-.
Olvidé mis pensamientos, ya que todos juntos ocuparíamos más, y me ayudaron a cambiarme de silla.
Subimos con prisa al avión.
Cuando estuve colocada en mi asiento, el
aparato se empezó a llenar de gente. Cogimos un periódico y nos abrochamos el cinturón, la azafata iba cerrando los maleteros. Enseguida, todas uniformadas, empezaron a hacer la mímica de siempre extendiendo y doblando los brazos, hablan por un altavoz pero como no entiendo lo que dicen, me imagino lo que quiero:
“En caso de accidente extiendan sus alas y prueben a volar, si ven que no pueden junten sus manos y recen. Encomiéndense. Sobre sus cabezas está el cielo, debajo de su asiento el infierno, a la derecha la ventanilla, a través de ella contemplaran el País de las maravillas. Que tengan un buen viaje ”.
Luego lo dicen en Inglés, pero traducido vendría a decir lo mismo.
-Parece que vamos con prisa -dijo Juan apretándome una mano antes de despegar.
Volando hacia nuestras vacaciones leía un articulo que hablaba sobre la curiosidad cuando el sueño y el cansancio me empezaron a vencer. Cerré el periódico y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento mientras miraba por la ventanilla.
Las nubes, algodón, nubes de colores, saltando a la pata coja, de una a otra, de una a otra, y otra... ¡ me caigo!. ¡ Me caigo y extiendo mis alas y no puedo volar!. Azafata deme un paraidas...
... Pero no hizo falta, mi ropa se empezó a inflar y amortiguó una caída que nunca llegaba. Un pájaro que encontré mientras caía me preguntó:
-¿ Dónde vas y por qué eres tan gorda? ¿ No te da
s cuenta que no vas a caber en la silla?
-Voy a Tenerife pero creo que me he caído del avión, y no soy tan gorda es que la ropa se ha inflado. Oye, pájaro, no te vayas, no me dejes sola en la caída ¿ Eres Dodó? Adiós, buen viaje y no vuelvas a llamarme gorda.
Seguí cayendo hasta que la fortuna me asió de una mano y me dejo suavemente sobre una nube. Una oruga azul se apoyaba en una microscópica cordillera Anaga mientras fumaba.
-¿ Dónde vas y por qué eres tan gorda?-preguntó haciéndome toser al echar el humo por encima del hombro.
-Voy a Tenerife y me he caído del avión y no siempre fui tan gorda, ¡ imbécil!
-Si muerdes este trozo de nube por aquí volverás a ser delgada, si lo comes por allí explotaras en tu gordura.
-Gracias, pero no tengo hambre, lo cogeré para el camino ¿ Cómo puedo volver al avión?
Y la oruga se convirtió en mariposa y salió volando. Comenzó entonces mi peregrinaje por la nube, en su centro se alzaba una cumbre, llegué hasta ella caminando por las cañadas del Teide, pero me cansaba cada vez más. Entonces me acordé de lo que dijo la oruga y mordí el trozo de nube que me haría adelgazar. Adelgacé tanto que, liviana como un fideo recorrí lindas playas, prometedoras calas, vertiginosos acantilados. Estaba cerca de los Gigantes cuando de repente empecé a engordar, engordar, engordar... me inflé tanto que estallé. Estallé y jirones de mi persona envueltos en algodón fueron a parar a la playa de las Teresitas.
Caí dentro de un “guanchinche”.
Allí, se celebraba una fiesta, el no-cumpleaños de un rey guanche -una estatua que había abandonado un momento la plaza de la Candelaria-. Pero a mí la fiesta me importaba un pimiento, mi obsesión era volver al avión para llegar a Tenerife.
Sin aliento y con prisas le pregunté a un camarero que llevaba sombrero y parecía loco:
-¿ Cómo puedo volver al avión?
El del sombrero me contestaba pero yo no le oía porque me difuminaba poco a poco...
-¿ Quieren beber algo?
Juan dejó su periódico encima de mis piernas, pidió una cerveza y me miró.
-¡ Ya he vuelto!
-¿ Qué?
-Un vaso de agua, por favor.
Volví a cerrar los ojos, esta vez sonriendo y... ¡ horror! El sueño no había acabado todavía. No. Porque la sonrisa de la azafata no era de ella, sino del gato de los deseos que no me dijo por donde ir, pero me mando derechita a la playa de las Américas.
Cuando llegué se encendió la luz, estaba en el centro de un casino. Desde una mesa, la reina de corazones me hacía señas. Me acerqué y la sota de bastos se levantó ordenándome que me sentara en su lugar.
-¿ Sabes jugar al tute? -preguntó la reina con cara de póquer.
Y ahí empezó mi mala suerte porque le dije que sí, y cuando le canté las cuarenta, ordenó que me cortaran la cabeza. Y no sólo eso ya que además, no quiso decirme cómo volver al avión y juró que también cortaría la cabeza a mis amigos, a todos, a Carlos, a Ana, a Ale, a Blanca, a Magali...
-May... ¡ May! ¿ Quieres comer?
-¡ A ti, no!
-¿ Quieres comer o sigues durmiendo?
-No, no, no, dormir más no. Mejor como.
Tantas prisas y llegamos con retraso a Los Rodeos, pero allí estaban todos, en su pequeño gran País de las Maravillas. Tenerife. Un volcán anhelado que emana lava de Amistad.
-pag 142 Fotos de un Adiós-