... un caballo.
Nadie me hacía caso, ni siquiera me tomaban en serio. Aún siendo muy niña sabía que esos animales poseen belleza, elegancia, bravura, nobleza..., además de que los acariciaban, cuidaban y cepillaban su lomo.
¿ Qué había de raro en que de mayor quisiera ser un caballo?
O caballa, que como aprendí después se dice yegua que es más ‘fisnho’, pero entonces me daba igual.
Mamá no entendía que me pasara horas delante del espejo intentando relinchar, aunque mis intentos más bien parecían rebuznos. Ella riéndose decía: “caballo no sé si llegarás a ser, pero que en vez de hija tengo una cabra, de eso no tengo la menor duda”. Y yo mirándola con los ojos medio cerrados, pensaba: “si si si ríete ríete, ya verás ya, la sorpresa que se va a llevar el mundo conmigo”. Pero mi voz, para desgracia mía, se iba modulando, suavizando y pareciéndose más a la de una mujer.
Ni relinchos, ni rebuznos, ni ná.
Me dejé el pelo largo. Al cogerme la cola de caballo, sentía como si me rebelara contra el destino que cada vez me alejaba más y más de mi sueño. A esto no ponía ninguna pega mamá, ni a que tuviera las paredes de mi habitación llenas de fotos de mi amor platónico: Furia. Claro que, más de una vez mi pensamiento le fue infiel. Siendo sincera no toda la culpa fue mía, nadie y menos yo, se podía mostrar indiferente a la seductora mula Francis, por muy mula que fuera.
Y que decir de la primera vez que me puse zapatos de tacón de aguja. Al finalizar la aburrida velada y quitármelos, tenía los pies tan doloridos que creí que había llegado el ansiado momento en el que se convertirían en pezuñas.
Pero no.
Y los años seguían pasando y ni orejas puntiagudas, ni se me alargaba la cara, ni mis brazos se convertían en patas delanteras, ni mis largas piernas... Los intentos de relinchos delante del espejo, dieron paso a intentos de besos.
Aprendí a madurar dejando a un lado los sueños.
No del todo. Ya que cuando me casé y compramos nuestro piso, quería que fuera amplio por si un día... Mientras comíamos imaginaba lo incómoda que estaría sentada en un taburete, o si podría cocinar sujetándome sólo a dos patas. La verdad es que me imaginaba convertida en caballa, con un delantal de flores amarillas y pequeños rulos en mis crines y ¡¡¡ ufffff!!! La imagen enamoraba.
O cuando me imaginaba hiendo al mercado, andando sólo a dos patas para no llamar mucho la atención, con mis gafas negras y la mochila al lomo...
¡ Me perdía soñando!.
Y esta mañana, cuando la ducha me despertaba, he visto como se empieza a cumplir mi sueño al escuchar a mi marido mientras se afeitaba:
-Cariño, lo pasamos bien ¿ eh? ¡ Si no fuera porque en cuanto te duermes empiezas a dar coces! -pag. 232, Fotos de un Adiós-
1 comentario:
A mí me gustaría ser una gata... o un delfín... O un rato, gata, otro rato, delfín...
Muchas gracias por la sonrisa, María. Hoy, precisamente hoy, la necesitaba como el aire que respiro.
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